
En ocasiones vivimos la vida como espectadores de muchos juicios y de mucha violencia. El no reconocer que somos jurados o jueces de las personas de nuestro alrededor y que vamos dictando veredictos constantes, nos hace mucho daño.
Respondemos a los estímulos y a la opinión pública. ¿Si en vez de eso nos convertimos en testigos de la defensa? Eso implicaría reconocer también nuestra falta de inocencia. La cantidad de veces que nosotros hemos estado en el lugar de la persona que estamos juzgando.
Somos defensores de leyes que no admiten fisuras, pero que tampoco aplican a nosotros mismos. Estas defensas generan violencia e impiden la compasión.
Es más fácil proyectar la maldad afuera de nosotros, dividir al mundo entre los que cumplen ciertas reglas y las que no. Eso nos da seguridad, nos da límites. Pero si no asumimos que ese bien y mal también está adentro de nosotros, igual que está en todos los que nos rodean, nos vamos endureciendo. Dejamos de entender que vinimos al mundo a aprender y no a ser perfectos.
Entonces trazamos líneas divisorias, que también nos impiden compadecernos de nosotros mismos y sanarnos de lo que nos estorba. Si no lo vemos no lo podemos entregar, no lo podemos aceptar y mucho menos integrar y trascender.
El juicio no solo lastima a los que nos rodea, sino que nos lastima a nosotros mismos. Si en cambio reconocemos en nosotros la fragilidad y la imperfección, podemos verla en los demás sin sentirnos amenazados, sin tener miedo. Incluso nos podemos compadecer, es decir padecer con el otro, y así poder tocarnos mutuamente con ternura y sanar lo que necesita ser sanado.
Entonces puede salir de nosotros una respuesta agradecida, y soltar nuestra presunta inocencia que nos encierra en nosotros mismos y nos separa de los demás.