Hay personas que pasan por nuestras vidas dejando una huella. De hecho, todas las personas dejan y dejamos huellas en los demás. Sin embargo, algunas de estas huellas nos transforman, y nos dejan mejor de lo que estábamos.

Algunos de estos encuentros pueden ser momentáneos y pasajeros, y otros pueden ser presencias constantes en nuestras vidas, que nos acompañan y que sacan lo mejor de nosotros.

Creo que tiene que ver con la mirada. La forma como alguien nos ve y nos percibe, desde nuestro centro, desde nuestra calidad de persona, y que nos devuelve esa imagen que nos construye. 

Para poder tener una mirada así, hay que tener el corazón limpio. No digo perfecto, pero si limpio. Con una disponibilidad a percibir a la persona que hay en el otro, que más allá de sus errores, sus inseguridades, es un regalo para nosotros y para el mundo. 

Si alguien te ve así, algo en ti se transforma, o más bien se potencia lo que eres. Somos seres relacionales, y nos construimos en esa relación con los demás. Nuestra individualidad, nuestro proceso de convertirnos en las personas que estamos llamadas a ser, depende de esas miradas. Que poco a poco vamos haciendo nuestras.

Cuando no recibimos esa mirada, se construye en nosotros un sentimiento de inadecuación, de no saber quién somos, y eso genera muchas defensas, en ocasiones incluso violencia contra los demás, o un sometimiento a lo externo que no nos permite ser quienes somos. 

Pero muchos de nosotros tenemos la suerte, de tener personas que nos van sanando de esta percepción distorsionada, que nos recuerdan quiénes somos y a qué vinimos a este mundo. Y así nos vamos transformando, o más bien convirtiendo en lo que somos en lo más profundo de nuestro ser. Nos vamos tornando cada vez más congruentes, más en paz con lo que somos y con lo que hay. 

¡Benditas esas personas que pasan por nuestra vida y la enriquecen de esta manera!