
Dicen que para el que no sabe a dónde va, nunca soplan vientos favorables. Y lo contrario sucede para los que si saben hacia dónde se dirigen.
El destino se puede entender como algo predeterminado e impuesto, pero en este caso, aquí me refiero a destino como lo que nos da dirección, lo que nos apunta hacia dónde queremos dirigirnos.
Muchas veces, aunque sepamos lo que queremos o lo que nos mueve, nos equivocamos. Son esas pequeñas decisiones erróneas cotidianas que hacen que por momentos perdamos el camino. Es como si nos desviáramos de nuestra ruta y nos sintiéramos perdidos.
En esos momentos, si nos damos un espacio de pausa y silencio, podemos “recalcular” la ruta para podernos poner en el camino que queremos de nuevo.
A veces, estas salidas son sutiles y es fácil recuperar el camino. Sin embargo, otras, son unas desbarrancadas o unas desviaciones muy fuertes y abruptas, que nos dejan sin sentido de la orientación.
No importa si es una u otra, vale la pena recordarnos cuál es nuestro “destino” a dónde queremos dirigirnos, y poner los medios para reiniciar el viaje.
Esto tiene mucho que ver con la intención, nos podemos equivocar, pero lo que al final dice más de nosotros no es si tropezamos o no, sino la intención que le ponemos a cada paso que damos. Si ese paso está alineado a nuestros deseos más profundos, va a ser un paso acertado. Si no sabemos lo que hay en nuestro corazón y lo que nos mueve, muchas veces vamos dando tumbos.
No podemos caminar siempre derechito por el camino, no somos perfectos, pero podemos vislumbrar nuestro camino e intencionalmente ponernos a ello… a caminar.