
Por un lado, tener miedo es funcional porque nos protege. Las personas que no sienten miedo pueden poner en riesgo demasiado, o sentirse omnipotentes.
Pero el miedo, precisamente porque quiere protegernos nos encierra en nosotros mismos o en nuestra zona de confort. Si permitimos que se prolongue y que se estacione en nosotros, nos cerramos.
La cerrazón no nos permite crecer, ser y ver. El miedo angosta la mirada y el corazón. Una de las manifestaciones del miedo es la rigidez. La rigidez hace que nos rompamos, que nos fragmentemos y que no veamos la totalidad.
Cuando escuchamos lo que el miedo nos quiere decir, y después lo soltamos, podemos ampliar nuestra mirada y empezar a percibir lo que hay.
De esta forma empezamos a confiar, y eso despliega nuestro poder personal y nos permite ver el de los demás sin sentirnos amenazados.
Al clarificar la mirada y ver el dibujo completo y no solo lo que nos da miedo, también podemos empezar a sostenernos los unos a los otros y formar un sentido más comunitario que individualista.
En cambio, cuando el miedo nos domina, nos protegemos de manera individual y eso hace que dejemos de ver a los que nos rodean. La comunidad y el otro no tiene espacio en esa mirada.
Esto no quiere decir que ignoremos y bloquemos nuestros miedos, sino que no dejemos que se instalen en nosotros y bloqueen nuestra mirada.
Al miedo hay que escucharlo, recordar nuestra vulnerabilidad, y después percibir lo que también nos habita, que es ese centro donde radica nuestro poder personal y nos conecta también con el de los demás. Así nos expandimos en lugar de cerrarnos.