
No en el atolondramiento ni en la prisa, sino en el asombro y la gratitud crece la vida.
Todo lo que somos y nos rodea es Gracia, es decir, regalo. La belleza, la bondad, la ternura, la vida, el agua, la palabra, la sonrisa, el color, el pensamiento, el olor de las plantas, las personas. No nos los hemos ganado, ni nos lo tenemos que ganar. Se nos son dados. Somos favorecidos, aunque a veces se nos olvide.
La vida la vivimos entre novedad y novedad, entre sorpresa y sorpresa. Siempre hay algo nuevo, si lo sabemos percibir.
Vivir es admirarse, la vida se hace vida cuando nos asombramos de lo que trae. Ese asombro nace del Corazón. A veces la dispersión no nos lo permite, la mente entra a juzgar y a calibrar todo, y entonces, nos desviamos de lo que nuestro Ser si sabe.
Solo desde el silencio del corazón podemos regresar a admirar. Poder ver debajo de lo que está en todo. No hay que buscarlo, ahí y aquí está. En el silencio, podemos escuchar lo imperceptible y reconocer lo innombrable.
La distracción nos descoloca, nos lleva de allá para acá sin detenernos en nada. Esta inercia nos llena de ansiedad. Solo parar y callar nos rehabilita.
Nos acostumbramos a vivir planeando, corriendo, evadiendo; banalizamos la mirada. Entramos en una rutina ciega que nos distancia de lo que se nos presenta. Para volver a acercarnos, hay que abrir el corazón. Desde ahí brota el agradecimiento hacia todo lo que es y hay. Porque el corazón contempla.
Si trascendemos nuestra arrogancia y nuestro sentido de autosuficiencia, nos descalzamos, nos volvemos humildes y podemos recibir lo que hay. Abrir las manos al regalo que se nos presenta en todo momento. Los regalos se ofrecen, no se pueden imponer, pero si cerramos las manos, no podemos recibirlos.
Dejemos que sea lo que es, no es nuestro, no lo merecemos, se nos regala.