
Para muchas personas ingenuo e inocente podrían ser sinónimos y significar lo mismo. Sin embargo, son dos cosas totalmente distintas.
Las personas nacemos ingenuas, es decir, incapaces de distinguir entre lo bueno y lo malo. Incapaces de anticipar las consecuencias de determinada acción. Poco a poco, vamos creciendo en consciencia, y una de las implicaciones de este crecimiento, es que empezamos a distinguir entre lo que nos hace bien y lo que nos hace mal, y lo que ayuda a los demás y lo que los lastima.
A lo largo de nuestra vida, vamos tomando decisiones todo el tiempo que implican esta bifurcación. Muchas veces estas decisiones no son acertadas, ya que nos lastiman a nosotros o a alguien de nuestro alrededor. Incluso hay algunas que lastiman a nuestro entorno. Como las que implican un consumismo desmedido que contamina de una u otra forma.
Si en nuestra vida vamos optando más bien por construir que por destruir, por nutrirnos y nutrir a los que nos rodean, por cuidar nuestro entorno y vivir en armonía con el, entonces nos vamos volviendo inocentes.
El ingenuo es el que no sabe lo que está bien y lo que está mal, el inocente es el que sabiéndolo, elige el bien. El que es incapaz de hacer daño.
A veces consideramos como atractivo o como cómodo el seguir en la ingenuidad, o lo utilizamos como herramienta de manipulación para no tomar responsabilidad. Pero la realidad es que la ingenuidad no tiene nada de virtuoso. Y aunque a cierta edad es algo aceptable, como parte del proceso de crecimiento, en la adultez no lo es.
La ingenuidad no solo afecta al que se instala en ella, sino a todas las personas que la rodean. Y acaba generando enojo y rechazo en el entorno. En pocas palabras, no es una estrategia muy inteligente, si lo que queremos es construir relaciones sanas con nosotros mismos y con los demás.
Para caminar hacia la inocencia, es útil utilizar el discernimiento, es decir, ir separando en nuestra mente y en nuestro corazón, aquello que sabemos y sentimos nos lleva hacia la construcción o la destrucción.