
A veces asociamos la palabra humildad con sentirnos menos, con hacernos chiquitos. La humildad no tiene nada que ver con eso. Tiene más un sentido de saber lo que somos, sin inflarnos, pero sin devaluarnos.
La humildad permite que nos contemos la verdad acerca de nosotros mismos, pero también nos permite dejarnos tocar por la realidad, por los demás y por todas las experiencias que vivimos.
Lo contrario a la humildad es la soberbia, que implica cerrarnos, creer que lo sabemos todo, que lo tenemos todo. Nos cierra las manos y el corazón.
Dentro de nosotros está nuestro poder personal, este poder no es algo que ganamos, que imponemos, que poseemos. Es más bien nuestra esencia, que está conectada con todo cuanto existe. Es dinámica, es abierta, y se nutre de la interacción. Se sabe incompleta.
Cuando nos reconocemos, heridos, imperfectos e incompletos; al contrario de lo que creemos, crecemos. Crecemos porque nos lo permitimos, dejamos entrar todo lo que nos enriquece.
Me gusta la analogía de ser una piedra o ser tierra agrietada. En una piedra no entra ni sale nada, y por eso no crece, ni da ningún fruto. En la tierra agrietada entra la luz, las semillas, el agua; y gracias a eso se transforma y genera vida.
La soberbia, el orgullo y la sensación de autosuficiencia nos convierte en piedras. La humildad es la magia por medio de la cual nos volvemos tierra agrietada, fértil y generadora de vida.
Ser humilde es entrar en contacto no solo con lo que eres, sino con lo que puedes llegar a ser. Por lo tanto, trabajar la humildad, permitir que eche raíces en nosotros, es la manera como podemos fortalecer y encontrar nuestro poder personal.