
Así como nuestro cuerpo necesita agua para vivir, nuestro corazón necesita amor para vivir. Si dejáramos de tomar agua, en tres días empezaríamos a delirar, sin amor nuestro corazón se apaga o se endurece.
Nuestra mente nos está sentenciando y juzgando constantemente, pero en nuestro corazón tenemos una mirada distinta de nosotros mismos y de los demás. Esto es gracias al amor. Al amor que recibimos, que experimentamos y que damos. El que nutre nuestro corazón.
Abrir el corazón a recibir el amor que nos rodea es algo que vamos entrenando desde niños. Si no pudimos hacerlo en ese momento, debido a nuestras heridas que nos van endureciendo, parte de sanarlas, es volver a intentar abrir nuestros corazones para dar y recibir amor.
A veces no es fácil, e implica desactivar nuestros pensamientos que van alimentando estas heridas con un discurso de carencia. Nos convencemos a nosotros mismos diciéndonos que no hemos recibido todo lo que merecemos, o que no somos dignos de amor.
Este discurso no nos permite ver lo que sí tenemos en el mundo que nos rodea, y que, si simplemente lo pudiéramos ver, nos alimentaría el corazón. Por eso, el tratar de focalizar más nuestra atención en nuestro centro o nuestro ser, y no tanto en nuestro pensamiento y nuestro ego, nos permite ir limpiando esa mirada para incorporar todo lo que se nos ofrece.
Y entonces, así como nuestro cuerpo nos pide agua y la incorpora para poder vivir, nuestro corazón se conecta con el amor que lo nutre y se abre para vivir desde un intercambio recíproco y sano con todo lo que nos rodea.