
Carl Jung decía que la felicidad era resultado de saber en qué creemos y vivir de acuerdo con eso. La coherencia nos lleva a sentirnos bien.
Las creencias son necesarias, porque le dan sentido a nuestra existencia. Son marcos de referencia teórica que ordenan o significan todo lo que vamos viviendo. Estas creencias se van modificando con las experiencias vividas. No son estáticas, se mueven y crecen con nosotros.
El problema es que muchas veces no sabemos ni qué creemos. Y necesitamos espacio y tiempo para hacernos conscientes de estos referentes.
Cuando logramos aclarar nuestras creencias y las tenemos accesibles a la consciencia, éstas van a ayudarnos a observar lo que vamos viviendo con otros ojos. Nos ayudan a tomar decisiones consistentes con lo que somos o con lo que queremos ser.
Esto le da propósito a todo lo que vamos haciendo y nos ayuda a dirigirnos en la dirección que queremos. Hay un dicho que dice que para el que no sabe a dónde va, nunca soplan vientos favorables.
La sensación de bienestar que se genera de la experiencia de sentir que dirigimos nuestros pasos y que somos dueños de nuestro camino nos ayuda a estar más en paz y más seguros.
Esto se transmite a los demás sin necesidad de verbalizarlo. Cuando no estamos seguros de nuestras creencias, es cuando sentimos la necesidad de ir convenciendo a las personas de ellas, incluso podemos tratar de imponerlas a los demás. Esto no es solo agresivo para el otro, sino que es también sintomático de la falta de consistencia y de resonancia con lo que somos.
Cuando lo que creemos lo vivimos y resuena con lo que somos, no tenemos necesidad de convencer a nadie, lo emanamos con nuestra presencia.