
En nuestras vidas hay momentos de introspección y momentos de relación. Uno no podría ser sin el otro.
Lo difícil es equilibrar estos dos. Hay espacios en donde nos regeneramos, nos recargamos, espacios de silencio y de presencia retirada. Y existen otros en donde conectamos, intercambiamos, recibimos y damos.
En ocasiones tenemos que proporcionarnos nosotros lo que necesitamos, hacernos cargo de lo que estas necesidades nos están queriendo decir, y en otras tenemos que aprender a pedir. A exteriorizar nuestras necesidades y plantear lo que esperamos de una relación. El que esto no se convierta en chantaje emocional es todo un arte.
Depende mucho de que sepamos hacernos cargo de lo que nos toca a nosotros. Es decir, responsabilizarnos, para así poder responder y hacernos sensibles a lo mío y a lo del otro.
Sin embargo, sería muy soberbio pensar que no necesitamos de los demás y que los demás no nos necesitan. Somos seres interrelacionales.
Pero sin pausas de silencio y sin replegarnos, nos la pasamos reaccionando a lo que sucede en nuestro entorno y dejamos que nuestro Ego sea el protagonista de nuestras vidas. Este Ego es autocentrado y autoreferenciado, lo cual nos impide establecer relaciones sanas.
Por lo tanto, el darnos espacios para estar con nosotros mismos en silencio, es un acto de amor a los que nos rodean, porque nos permite relacionarnos más sanamente y poder amarlos. Damos espacio a ser nosotros, lo que nos capacita para permitir a los que pasan por nuestras vidas lo mismo.
Tampoco podemos abusar de estos espacios, porque nos perderíamos los intercambios relacionales que construyen y enriquecen nuestras vidas y nos hacen más plenos.
Equilibrar estos dos movimientos, hacia afuera y hacia adentro es un arte que conviene ir aprendiendo y madurando.