A veces tenemos la tentación de negar nuestra propia fragilidad. Cuando lo hacemos, muchas veces vemos la de los demás y la atacamos por miedo a reconocer la nuestra.

Algunos desencuentros afectivos se deben mucho a esto, a nuestra incapacidad para reconocer y abrazar nuestra fragilidad, y el ataque y desprecio a la del otro.

Ninguno somos ángeles, pero tampoco somos demonios. Tenemos partes muy agradables para nosotros y para los demás, pero también tenemos partes difíciles y que son complicadas de tolerar.

Cuando sentimos que los demás solamente se concentran en nuestras debilidades, nos sentimos rechazados y podemos, o replegarnos, o ponernos a la defensiva. Estas dos actitudes dificultan mucho el encuentro afectivo.

Si, por el contrario, somos tolerantes con la fragilidad de los demás, y al mismo tiempo asumimos la nuestra, facilitamos encuentros armoniosos que llenan de alegría nuestra existencia.

Cuando facilitamos esto, en ocasiones nos encontramos con la dificultad de los demás para hacer lo mismo, y esto complica las cosas. Aunque no podemos modificar la mirada de los demás, el ejercicio de nuestra mirada tolerante puede ayudar a que los demás incorporen esta misma mirada.

Cuando esto no se da, es importante echar una mirada hacia adentro, a intentar reconocer la fragilidad que no hemos asimilado, pero sin rumiarla ni sentirnos culpables por ella. Así, crecemos en humildad.

Esto último no excluye el dolor de que las personas que nos rodean no puedan ver también la totalidad de lo que somos, ya que nuestras fragilidades no son lo único que nos constituyen. Y el hecho de que alguien en nuestras vidas solamente focalice en ellas, no habla de nosotros, sino de su propio estado interior que le dificulta una mirada completa de lo que hay.

Si podemos no introyectar esta mirada y poder nosotros abrazar todo lo que somos, facilitamos que los demás puedan hacer lo mismo.