
Todos tenemos algo único que aportar al mundo, a nuestro entorno. Eso que aportamos, si lo dejamos fluir, renueva y refresca a nuestro alrededor. Si lo retenemos para nosotros mismo, se estanca. Y también estanca a nuestro entorno.
Somos seres relacionales, estamos diseñados para la unicidad, pero también para la unidad. Cuando nuestra unicidad la ponemos al servicio de los demás, se plenifica y se completa.
Para eso también necesitamos estar abiertos a lo que los demás nos aportan, sin pretender que sea lo mismo que nosotros. El intercambio no implica uniformarnos.
En las relaciones vemos claramente este contraste, cuando el otro se convierte en un espejo para mí, y no en una ventana, se genera conflicto.
La falta de aceptación de la diferencia obstaculiza el vínculo y la conexión. La lucha por transformar al otro en mi expectativa es sumamente agresiva y acaba mermando la relación y en ocasiones incluso el autoconcepto de la persona.
Si, en contraste, percibimos en el otro su don fundamental, eso que desea fluir y se lo reflejamos, dejamos que eso único que puede aportar se haga evidente. Para eso, necesitamos sanar nuestro egocentrismo, que a veces nos ciega, no nos deja ver.
Esa misma mirada al otro, si la dirigimos a nosotros mismos, también potencia lo que somos capaces de irradiar, que beneficia a todos los que pasan por nuestra vida. Cuidando el peligro de sentirnos orgullosos de ello, puesto que, en ese momento, se contamina y se estanca.
Eso que somos, en su mayor parte, es gratuito y, por lo tanto, así tiene que ser percibido y entregado.
La búsqueda de un lenguaje compartido es lo que permite el flujo de eso que somos. Así como somos diferentes, también hay muchos puntos en los que todos somos iguales. Y es ahí en donde nos encontramos.