
A veces nuestro corazón se endurece. No se endurece gratis, lo hace para protegerse. ¿Protegerse de qué o de quién? De todo lo que percibe como peligroso para su supervivencia. La percepción de vulnerabilidad frente a nuestro entorno nos va llevando a sentir que tenemos que poner una barrera.
Esta barrera tenemos la fantasía de que nos va a proteger, pero en realidad nos encierra. Muchas veces esta muralla que construimos también nos lleva a ver el entorno de manera distorsionada, a sentir que es amenazante, que es agresivo, y, sobre todo, nos lleva a ensimismarnos. A sentirnos el centro del universo.
Lo que nos va pasando y lo que vamos haciendo lo interpretamos desde esta auto referencia. Y así se va distorsionando nuestra relación con nosotros mismos, con el entorno y con los demás.
La buena noticia es que el encuentro con una persona que nos ofrece una mirada limpia, que puede ver lo que somos y no lo que nos hemos contado que somos, puede tirar esa barrera y renovar nuestro corazón. También el encuentro con la naturaleza puede redirigir nuestra mirada y permitirnos limpiarla.
Es la gratuidad de lo que se nos ofrece en el mundo, en las personas, lo que puede sacarnos de nosotros mismos para poder entrar en esa dinámica de donación y así poder salir de nuestro auto centramiento.
La analogía de caminar encorvados mirándonos el ombligo, versus, enderezar la espalda y mirar hacia adelante y a los que nos rodean, describe muy bien esta renovación del nuestro corazón que lo vuelve a convertir en carne y no en piedra dura que no permite ni entrada ni salida.