
Desde que nacemos hay una constante confrontación con nuestros propios límites. La mente crea mecanismos para lidiar con la ansiedad que esto genera. De hecho, muchos de nuestros miedos, son un reconocimiento de nuestra vulnerabilidad y de todo aquello que se sale de nuestro control.
Esta conciencia sin duda es saludable, aunque cuando es agudizada puede paralizarnos. La combinación entre tener una actitud optimista y confianza en nuestros propios recursos, y el reconocimiento de nuestros límites es un arte que todos tenemos que aprender.
El tomar en nuestras manos la responsabilidad de aquello que puedo hacer para tener calidad de vida y facilitarla en los que me rodean, es una virtud preciosa. Pero también la capacidad de reconocer lo que no está en nuestras manos, tiene la misma importancia.
Algunos límites pueden ser trascendidos, ya que nos sacan de nuestra zona de confort y por lo tanto nos hacen más resilientes, debido a que nos autoafirman y vencerlos nos genera alegría. Pero hay otros límites que tratarlos de romper implica cierto masoquismo, debido a que genera frustración o pone en riesgo aspectos de nosotros mismos que deberíamos de cuidar y resguardar.
Esto es muy evidente en la adolescencia, pero si no aprendimos en esta etapa del desarrollo, seguimos teniendo una fluctuación entre una sensación de omnipotencia y de impotencia. Ninguno de los dos extremos nos acerca a la realidad, y por lo tanto, obstaculiza nuestra realización.
El reconocer nuestros límites, nos capacita para desarrollar humildad y también una evaluación que nos permite decidir qué hacemos con ellos.
Desde esta realidad podemos decidir si los aceptamos, o recibimos la invitación a hacer alguna modificación funcional en nuestras propias vidas.