Es muy interesante como nuestra mente divide conceptos, que al significar lo opuesto, decidimos que se excluyen. Sin embargo, para la existencia de todo se necesita validar la presencia de su opuesto. Un ejemplo muy simple es la luz y la oscuridad, el día la noche.

Parte de la sabiduría del buen vivir, implica saber equilibrar los opuestos. Interiorizar, pero saber vivir en el mundo exterior, profundizar y banalizar, ser responsables y también dependientes, maduros e infantiles. Y así podríamos seguirnos sin acabar.

Uno de los equilibrios más evidentes en este sentido, es el de la distancia y la cercanía. En nuestra relación con nosotros mismos y en la relación con los demás, vamos aprendiendo cuándo acercarnos y cuando retirarnos.

Tomar distancia de todo nos permite, no solo observarlo de una forma más objetiva y racional, sino también conectar con nuestro corazón. Esa conexión es la que nos permite protegernos de lo que nos tengamos que proteger y enfrentarnos a lo que nos necesitemos enfrentar.

Sin esa distancia, nos podemos sentir revolcados como por una ola, por las emociones, las opiniones de los demás, o incluso simplemente por el ruido.

También existe el peligro de quedar atrapado en esa distancia, sin que sintamos el impulso o el deseo de la cercanía. Sin esta cercanía, no permitimos que la vida nos afecte, es decir, que nos toque y tenga un efecto en nosotros. Sin esta cercanía no hay posibilidad de crecimiento.

Necesitamos tanto nuestra soledad y silencio, como el intercambio con los que nos rodean para poder conocernos a nosotros mismos y para poder convertirnos en lo que estamos llamados a ser y a aportar.