
Todas las personas tenemos creencias, no necesariamente religiosas. Nuestras creencias son marcos de referencia intelectual, que nos ayudan a darle sentido a lo que vamos viviendo. Algunas personas también definen la creencia como nuestra mirada del mundo.
Esta mirada tiene un cristal, y ese cristal es distinto en cada uno de nosotros, aunque comparta matices. Nuestras creencias pueden ir cambiando por nuestras vivencias y por nuestros procesos madurativos, sin embargo, las necesitamos para dar orden a lo que vamos experimentando.
Normalmente están fundamentadas en experiencias vividas y les ponemos un discurso para darles sentido. Cuando no están fundamentadas en esto, y simplemente son prestadas o aportadas por alguien más, tienden a no ser muy sólidas. Cuando una creencia no está muy bien arraigada en nosotros, porque no tiene este referente vivencial, tendemos a descartarla, o por el contrario, a defenderla con rigidez.
Este tipo de rigidez en realidad es miedo a perder ese referente, porque en el fondo no nos hace sentido. Por lo tanto, la forma en que creemos dice mucho de si ese creer está enraizado en nuestro corazón o no. Cuando digo enraizado no me refiero a rigidizado, sino a que tiene un referente profundo y congruente en mí.
Cuando dos personas se encuentran y no comparten las mismas creencias, pueden dialogar y enriquecerse mutuamente, siempre y cuando haya apertura. Esta apertura nos habla de profundidad, y capacita el encuentro y la comunión. Por el contrario, cuando hay un encuentro entre personas que su creencia es rígida, la defienden como si de ello dependiera su supervivencia, con miedo, y esto dificulta la apertura a la visión del otro.
Es por eso por lo que lo que nos separa o nos une a unos con otros, no es en lo que creemos, sino en cómo lo creemos.