
Una de las cosas que más trabajo nos cuesta a las personas creo que es confiar. Confiar en nosotros mismos, confiar en los que nos rodean, confiar en los ciclos de la vida, confiar en que todo pasa, etc.
Esta dificultad, puede ser uno de los orígenes de la necesidad de control. Lo que es
interesante, es que esta estrategia muchas veces nos falla y nos deja fuera de control.
En las relaciones creo que es bastante evidente, porque sobre todo cuando estamos del
lado del controlado, la sensación es una falta de confianza de parte de esa persona hacia
nosotros. Eso duele, lastima, y no precisamente nos lleva a actuar como el otro quisiera.
Genera en nosotros hasta cierta rebeldía que proviene del enojo de no sabernos vistos.
El control hacia nosotros mismos puede ser más difícil de percibir, porque se traduce
muchas veces solo en un apego a un pensamiento o una imagen de cómo “debería de ser algo”, o de un rechazo a lo que es en el momento presente.
Es como si nuestra mente pensará que si calibramos las cosas o a las personas como que
“están bien” o “están mal”, las estuviéramos controlando, y entonces pudiéramos
sentirnos tranquilos.
La realidad es que ese no es el fruto de esta actitud, lo que la mayoría de las personas
experimentamos, es que el tratar de controlar lo que sucede a nuestro alrededor, solo nos
deja más inquietos.
Se dice fácil, pero pienso que el antídoto es ejercitar la confianza.
Esta confianza empieza por nosotros mismos, por sabernos sostenidos, y por percibir que
dentro de nosotros existe una fuerza que no es tocada ni vulnerada por nada ni nadie.
Si logramos conectar con esta sensación, entonces sabemos, que lo que suceda a nuestro alrededor, pasa, y fluye. Podemos confiar también en lo que nos rodea.
Posteriormente clarificamos la mirada, para percibir esta fuerza también en el interior de
todos los que nos rodean, y como consecuencia, confiamos en ellos y los dejamos de
tratar de controlar.