
Las personas fluctuamos entre el cielo y la tierra. Nuestro cuerpo mismo lo dice, nuestros pies anclados en la tierra y nuestra vista mirando al cielo. No caminamos en cuatro patas, caminamos erguidos. Eso implica estar expuesto y al mismo tiempo vivir entre lo cotidiano y lo extraordinario.
La exposición se refiere a que nuestro corazón está al frente, si nos encorvamos, lo protegemos, pero no vemos hacia lo alto.
Si nos centramos en la tierra, sin concebir el cielo, nos revolcamos en ella. Si solo focalizamos en el cielo, nos volamos, perdemos realidad. El arte es vivir en los dos, valorar uno sin perder de vista el otro. Este equilibrio se puede encontrar solo desde el corazón.
En las relaciones interpersonales, especialmente las más íntimas, esto es muy fácil de reconocer. Momentos de mucha armonía, de cercanía y de conexión; eso sería el cielo. Momentos extraordinarios. Pero muchos otros de cotidianidad, de pendientes, de vida paralela, de resolver situaciones, de tedio, de simpleza, de vida real, de tierra.
Creo que nadie podemos vivir solo en una o en otra. Tocamos las dos, y es precisamente la unión de estos momentos extraordinarios con los ordinarios lo que hace la vida rica, disfrutable, y llena de aprendizajes.
En nuestras relaciones, es particularmente importante la integración desde el corazón de estos dos tipos de experiencias. Si no lo hacemos, lo cotidiano nos acaba arrastrando, añorando lo extraordinario constantemente, sin saber que son dos caras de los mismo, que uno colorea al otro, y que es precisamente lo que vivimos en lo ordinario, lo que nos capacita para percibir lo extraordinario.
No es algo forzado, nuevamente requerimos una actitud de apertura para poder aceptar lo que viene, sin tratar de controlarlo o de retenerlo. Si nos mantenemos en una actitud rígida, tenemos expectativas que nos cierran a percibir la riqueza que hay en cada momento, sea simple, complejo, agradable, desagradable, fuerte, suave, o lo que la vida nos esté ofreciendo.
La mente tiende a seleccionar lo que le gusta o no dependiendo de su programa, y es por eso que el corazón puede abrazar todo lo que es sin juzgarlo ni distorsionarlo. Honrar nuestra vida, significa caminar erguidos, con los pies bien en la tierra, la mirada al espacio que nos rodea y nuestro corazón abierto.